15 de diciembre de 2008

Pregón para una Navidad



Pablo García Rubio, España

En este período de Navidades, como en las diferentes épocas del año, las noticias con las que nos inundan los periódicos, las televisiones y todos los medios de comunicación son escalofriantes. Sólo se habla de asesinatos de la ETA, de los terroristas de Al-Qaeda, de recesiones económicas, que son la otra cara del terrorismo puro, de la violencia machista, que parece no tener fin, de las enfermedades diversas, del cólera que está azotando y produciendo muertes a cientos de personas en Zimbabwe, desde donde se extiende a otros países africanos. Por otro lado, como si no pasará nada en el mundo nos preparamos para festejar las “navidades”.

Cuentan, pues yo no lo he visto, que allí donde nació Jesús en Belén han construido una Basílica, llamada de la Natividad, que produce pingües ganancias a los franciscanos encargados de su custodia y de mostrarla a los ingenuos turistas que sueñan ver el lugar exacto donde nació Jesús, convirtiendo este lugar “santo”, en una visita de adoración no al Dios- Niño sino al habitáculo, que según afirman sus propietarios es el lugar exacto de su nacimiento. Todo esto viene a cuento, porque la entrada a la Basílica se hacía a través de una puertecilla de sólo un metro veinte de altura por la que sólo podían entrar los niños sin agacharse. Esta puerta se construyó en la Edad Media para evitar que los jenízaros pudieran penetrar en el templo a caballo, aterrando y descabezando a los asistentes en el recinto. Sabemos que este lugar no corresponde a la realidad histórica del hecho, pero tiene para mí un significado o por lo menos así lo he querido yo ver que a Dios sólo se puede llegar de dos maneras: o siendo niño o agachándose mucho. No empinándose, sino inclinándose. No estirándose, sino empequeñeciéndose.

Este pensamiento me llevó a descubrir: si Dios no pudo acercarse a los hombres sino por el camino de hacerse pequeño, ¿podrán los hombres acercarse a Dios por distinto sendero? Por eso la Navidad es, ante todo, un misterio de infancia. Por eso es tan maravillosa. Por eso sólo puede hablarse de ella dejando al niño la palabra al niño que uno fue.

Pero hemos crecido demasiado. Dicen que ser niño es vivir en la ignorancia. Y tal vez sea cierto. De pequeños, por ejemplo, creíamos que los árboles más altos tocaban con sus ramas el cielo. Ahora- sabios- ya hemos descubierto que el cielo está infinitamente lejos de nosotros. Y sabemos también cuánto más preferible era aquella ignorancia que esta ciencia.

¿Dónde queda, en verdad, el chiquillo que fuimos? Hemos crecido, hemos engordado, nos hemos ido llenando de grasas y sebo, nos hemos amordazados con títulos y premios, nos hemos subido en el escabel de la importancia, hemos hecho ilustrísimas tarjetas de visita, aprendimos ya a manejar las tarjetas de crédito, ya somos mujeres y hombres, al fin somos adultos, hemos dejado atrás la leche y los tartamudeos.

Y henos aquí, aterrados ante el mundo y la vida, mirando hacia ETA, Afganistán, Irak o Irán con los ojos enfebrecidos con que el jugador de ruleta persigue los giros de la bola que puede abrir las puertas del cielo o de la guerra. Ya veis: hasta la esperanza se ha avinagrado y prostituido en nuestras manos, volviéndose vacilante y neurótica.

¿Habéis visto cómo esperan los niños la Navidad? No pueden aguantar ya la espera, arden sus ojos y sus almas, pero su espera no es torturadora, sus miradas se encienden, pero no vuelven vidriosos sus ojos. ¿Sabéis por qué? Porque los niños nunca se preguntan si el día de Navidad es hermoso o feo, magnífico o terrible. Ellos saben que lo que viene es incuestionablemente hermoso. Lo único que ignoran es qué clase de hermosura tendrá lo que va a llegar. La suya es una esperanza gozosa porque es cierta. Los niños saben que son amados. Por eso los niños viven en la alegría, mientras nosotros braceamos por ella. A los niños basta un rayo de sol para alegrarles. Pero hace falta todo un sol para que el corazón helado de un adulto pueda deshelarse.

El hombre no sabe esperar. Y espera, además, lo que no debe. Por eso no entendimos a Dios cuando vino. Esperábamos ver en sus manos el poder y vimos la pobreza. Esperábamos la cólera destructora y vino la misericordia. Esperábamos misteriosas revelaciones y vino un pedacito de carne que, con muchos esfuerzos, aprendió a decir papá y mamá.

Y es que –ya veis qué loco- Dios quería ser amado. Y sabía muy bien que los hombres no sabemos amar una cosa a menos que podamos rodearla con los brazos. Y al Dios de los ejércitos podíamos temerle. Al Dios de los filósofos podíamos admirarle. Sólo le amaríamos si se hacía bebé. Por eso la Navidad es vértigo, desconcierto, exceso y desbordamiento. Por eso la Navidad viene a quitarnos las caretas de importancia con las que, a lo largo de la vida, nos hemos ido disfrazando.

Porque -¡aleluya, aleluya!- la infancia es inmortal; al niño que fuimos puede arrinconársele, amordazársele, cloroformizársele. Matarle, no. Y el niño que hemos sido está aún ahí, dentro de nosotros, encerrado entre nuestros títulos y tarjetas de crédito, amordazado por nuestra experiencia, pero vivo. No se resigna a morir, grita, patalea dentro de nosotros. Las esquirlas de amor que aún, a veces, nos salen del alma son esos gritos y esos pataleos. Dostoievski decía que “el hombre que guarda muchos recuerdos de su infancia, ése está salvado para siempre”. Y así es cómo nosotros estamos salvados en la medida en que la Navidad pueda resucitar al chiquillo que fuimos. Estos son días para descubrir cuán locos estamos, para aprender que la experiencia es sólo una señora que nos da un peine cuando ya estamos calvos, y que es mucho mejor un pelo despeinado que un peine sin porqué ni para qué. Días para descubrir que el agua vale más que las tarjetas de crédito, que un poeta es más útil que un político, que un niño es más importante que un emperador, que la fe es la mejor lotería, que un brasero y amor en torno a él debería cotizarse altísimo en Bolsa.

Por eso en esta Navidad del 2008, en la que el mundo tiembla de hambre y de guerra, de crisis económica y paro, en esta tierra nuestra que está casi olvidando ya el sabor de la esperanza, la Navidad y el pequeño Dios vienen a despertarnos de tanto miedo y a enseñarnos a mirar la vida con los ojos con los que hace años esperábamos la Navidad.

Todo lo que en Adviento se nos ha dicho y prometido se ha cumplido ya. Los ángeles lo anuncian y los pastores lo proclaman, Cristo ha venido al mundo para traer su paz, esperanza y amor para todos los hombres. ¿Se unirá la Iglesia a este canto triunfal de los ángeles o continuará su sopor, sin enterarse? ¿Irá corriendo con los niños llenos de esperanza a adorar al Dios nacido y a proclamar la Buena Nueva de salvación para todos los hombres? Nuestro pregón ha sido ya lanzado, ¿quién lo oirá?...

Barcelona, Navidad del 2008

Pablo García Rubio (Publicado en Església Evangèlica de Catalunya)

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